DIALOGO CON JACOBO FIJMAN
“En la poesía y en la locura hay un mismo soplo”
Por Vicente Zito Lema
Por Vicente Zito Lema
Rescatar la voz de Jacobo Fijman es, siempre, volver a
plantearse todas las preguntas. En esta entrevista, entre mil cosas, observa
que “los médicos dicen que en mi obra no hay signos de enfermedad. Y aunque no
son gente de gran entendimiento, en esto aciertan, ya que no hay en mi poesía
nada en contra de la gramática, y menos todavía en contra de los grandes
estupores que nos presenta la vida. Pero a la vez presiento que en la poesía y
en la locura hay un mismo soplo”.
–Hay en su obra, especialmente en sus primeros poemas publicados, una
constante referencia a la locura. Incluso la invoca como si fuera el camino
para cumplir su destino, “el camino más alto y más desierto”. ¿Por qué esa
invocación? ¿De qué demencia se trata? ¿Es una invocación filosófica, en el
sentido de Platón, o usted habla concretamente de la enfermedad mental, del
sufrimiento y de la internación que usted padece?
–Me refiero a la demencia en el sentido más total, absoluto. Hay formas de
la demencia que obedecen a los nervios centrales y otras a los nervios
periféricos. Pero también puede ser un castigo. El que va a nacer elige ser
bueno o malo. Eso se da hasta con las vacas. También es cierto que la mayoría
de los demonios tienen la médula desviada. Cualquier enfermedad, aun el cáncer,
es estado de locura. Los médicos tendrían que seguir a fondo las enseñanzas de
Hipócrates, que curaba hasta con fuego. ¡Y pensar que incluso hay gente que se alegra
de estar loca! La demencia debe ser vista desde un punto de referencia moral. A
esa pobre gente que está en el hospicio habiendo pasado por lo más horrible
habría que darle buena comida (aquí la comida es pésima), y enseñarles a
sentarse a la mesa, a no robar, a no blasfemar... Hay que cambiar,
fundamentalmente, la higiene. Es que el hambre, el abandono, la suciedad, las
humillaciones, la crueldad de la pobreza contribuyen al deterioro sin tregua de
la criatura humana, de su cuerpo y de su alma. Es cierto, en mi poesía invocaba
la locura. Aquí se conoce la locura.
–La relación entre el arte, las crisis espirituales más profundas, esos
estados que suelen calificarse de locura o demencia, continúa siendo un
misterio de difícil revelación. En su criterio, ¿en qué medida la enfermedad
mental puede influir en una obra artística? Y de darse: ¿cómo se percibe esa
influencia? ¿Con qué palabra se describe? ¿Quién puede rendir cuentas de la
normalidad de un abismo por fuera del abismo?
–Diría que es un misterio de esencialidad poética, que se arrima a lo
divino, y que no puede ser debidamente abarcado por quien no se haya purificado
en el fuego de la poesía, primero su lengua y su razón, y después su alma.
Corelli escribió su sonata “La locura” después de estudiar durante años esas
enfermedades. Y cuando terminaba de tocar la sonata en su casa salía a la calle
a conocer a la gente, viendo con tristeza que la mayoría estaban locos. Yo he
investigado el alma, también la psiquiatría, en tanto se ocupa del alma, sin decirlo
y sin saberlo, lo que aún es más trágico. Y sé que los ciegos y sordomudos son
dementes. Que los muy ricos y los que llevan uniformes son dementes y
peligrosos. Y que los que visten sotanas y se llaman hijos de Cristo son los
más dementes, hipócritas y demoníacos de todos. En cuanto a mi obra, los
médicos dicen que no hay en ella signos de enfermedad. Y aunque no es gente de
gran entendimiento, en esto no se equivocan, ya que no hay en mi poesía nada en
contra de la gramática, y menos todavía en contra de los grandes estupores que
nos presenta la vida. Pero a la vez presiento que en la poesía y en la locura
hay un mismo soplo.
–¿El soplo de la inocencia?
–¡Y del espanto!
–En el nombre de la “razón”, la sociedad prohíbe el delirio, las leyes y la
psiquiatría lo castigan. ¿Pero qué es el delirio? ¿La secreta necesidad poética
de la especie humana? ¿La creación de un hombre superado por su conciencia y su
dolor para no estrellar su cabeza contra un muro?
–Hay un delirio poético, del que padecen los poetas, los artistas, y que no
siempre es doloroso aunque provoque angustia. Pero el delirio que yo conozco en
la profunda intimidad de mi ser es el del hombre que busca todos los caminos en
una gran oscuridad para encontrarse con Dios. Acá, en el hospicio, hay otros
delirios, pero se apagan lentamente... Siempre el delirio es como salirse de un
surco, un arado que escapa del surco.
Los tribunales clasifican a los enfermos en tres categorías. Primer grupo:
el de la fatuidad (imbéciles, idiotas). Segundo grupo: los frenéticos.
Tercer grupo: el de la insania. A mí me incluyen en el tercer grupo...
¿Podrán saber que hablo con Dios, que me besan los ángeles? ¿O burdamente
piensan que deliro cuando me niego a repetir que dos más dos son cuatro? Me
pregunto, usted ama la poesía, pero vive fuera del hospicio, ¿eso lo salva del
delirio?
–Yo me pregunto si quiero ser salvado... Para mí el delirio son instantes.
Instantes que duran toda una vida. Y es un derecho profundo, personalísimo. Lo
veo como una demostración de que el alma existe.
También siento el delirio como una virtud humana, que trae la gloria, y nos
sostiene ante la mirada de la muerte; entonces intuyo que el precio de su
existencia es el infinito espanto de estar abandonados y solos en el momento de
la verdad...
–A mí me espanta su tristeza; tendría que volver a Dios. Porque su tristeza
puede convertirse en una ofensa para el infinito amor de Dios. Yo puedo pedirle
a Dios que en el momento de su muerte lo reciba. Pero tendrá que esperar, el
río de su viaje es caudaloso. Además aquí en el hospicio, siento por momentos
que ya no soy yo. Todo languidece, se opaca... Es tan difícil vivir aquí sin
que el alma se convierta en una piedra... ¿Será por eso que los médicos todavía
persiguen la piedra de la locura? Hay noches en que miro la noche y me río.
Horas y horas me río, pero en silencio, que nadie me escuche...
–A través de la experiencia de su larga reclusión, ¿piensa que hubo alguna
evolución en las técnicas psiquiátricas, en la comprensión del mundo diferente
del internado, en la situación de vida en el hospicio? ¿Es una desmesura
imaginar en este lugar a un psiquiatra que ve en los ojos de su paciente la luz
sin mácula y a la par desgarrada de la poesía?
–¿Ver la luz celeste de la poesía en la oscuridad perversa de un
infierno...? Sólo Dios, o los ángeles podrían hacerlo. Me cuesta hablar de la
realidad del hospital en forma tan directa, particular. No se olvide de que
para la sociedad sigo siendo un loco, un incapaz de buenos juicios. Que debo,
al menos en lo formal, aceptar el orden que se me impone, por injusto que sea.
Es que no tengo defensas. Ya no existo para el mundo exterior; soy –aunque yo
sé bien lo que en realidad soy– un poquito más de esa basura que se aparta para
que no hiera con su hedor. Eso sí, por lo que yo puedo testimoniar en carne
viva, diría que la psiquiatría vigente no merece ser tratada ni analizada como
ciencia. No han ido más allá del castigo indiscriminado, del electroshock o la
receta de pastillas. En cuanto a saber del espíritu, nada, nada. ¿Pero acaso
podríamos pedirle a la psiquiatría de hoy que entienda lo que es un poseso en
la filosofía de Platón? Aun así debemos tener compasión por las ciegas
criaturas que nos dañan. Y paciencia: paciencia del amor y del llanto...
–¿Tendrán idea los que dirigen estos hospicios del daño que causan? ¿Sabrán
de la falsedad esencial del sistema de representaciones que encarnan? ¿Estarán
en conciencia de esa herida que agravan en el espíritu del internado hasta
volverla crónica, mortal...?
–Si tienen idea, la callan. Si tienen conciencia, la reprimen. Se escuchan
orgullosos a sí mismos en ese páramo silencioso que llaman ciencia, y no
contemplan en su espejo vacío nada de nada. Para ellos el bien es salud, y la
salud silencio y obediencia, aceptar el infierno y dar las gracias. Están por
la experiencia, prefieren defender la razón. ¡Todo es una gran tragedia!
–He visto que en el hospital, bajo la lógica manicomial, y amparados en el
poder, los dueños del saber confunden la experiencia con la rutina y el acostumbramiento,
y la razón, la diosa Razón, la reducen a imponer la obediencia, mientras la
verdadera razón huye despavorida... En estas circunstancias pregunto: ¿Qué hace
aquí? ¿Por qué sigue aquí? ¿Han leído los médicos su poesía? ¿Hay algo más
certero que la poesía para conocer la verdad profunda de un hombre?
–Usted cree demasiado en la poesía, le espera una vida difícil. Yo también
creo, pero desde la resignación. El misterio de la poesía nos saca de la
influencia de la carne y nos permite esperar la noche divina. Soy un poeta que
ya no busca las palabras, sino el verbo; pero para los médicos y los jueces,
para su cruel simpleza, sigo siendo un enfermo mental. Sin embargo, para mí, la
sociedad en su conjunto está trastornada. Gran parte de la gente padece de
problemas mentales, en especial los psiquiatras, los gobernantes, los hombres
del poder. ¿Es que alguien sabe lo que es el alma, lo que es el intelecto? ¿Es
que alguien ama a su prójimo como a sí mismo? Los que ven a un preso, ¿miran al
preso? Los que vienen al hospicio, ¿miran al loco?
Fragmento de un diálogo que tuvo lugar en 1968, en el Hospital Borda, donde
Jacobo Fijman se hallaba internado desde la década de 1940; publicado en la
revista Crisis, Nº 11, marzo de 1974, e incluido en el libro de Vicente Zito
Lema Diálogos. Encuentros con Jacobo Fijman, Enrique Pichon-Rivière, Fernando
Ulloa y León Rozitchner, de reciente aparición (Ed. Topía).