El contraste
que más sorprende al psicoanalista en el ejercicio de su tarea, consiste en
descubrir con cada paciente que no nos encontramos con un hombre aislado, sino
ante un emisario; en comprender que el individuo como tal no es sólo el actor
principal de un drama que busca esclarecimiento a través del análisis, sino
también el portavoz de una situación protagonizada por los miembros de un grupo
social (su familia), con los que está comprometido desde siempre y a los que ha
incorporado a su mundo interior a partir de los primeros instantes de su vida.
Durante años,
las ciencias pretenciosamente llamadas "del espíritu" negaron al hombre
total, fragmentándolo en su estructura y destruyendo su identidad. Así nació
una psicología disociante y despersonalizada para la cual la mente se disgregaba
en compartimentos estancos. Como resultado de esta división escapó al psicólogo
el problema de la acción; se trabajaba con la imagen de un hombre estático y
aislado de su contorno social. Quedaron así al margen del análisis sus vínculos
con el medio en que vivía sumergido.
Investigadores con mayor coraje se atrevieron a romper con las normas vigentes y tomando como punto de partida situaciones concretas y vivenciadas en lo cotidiano (un partido de fútbol, por ejemplo), ubicaron el acontecer psicológico en una nueva dimensión: lo social. Tal el descubrimiento de Herbert Mead, que concibió al hombre como un ser habitado y dinamizado por las imágenes de la realidad externa, que al ser incorporadas y actuadas en el interior, revisten en cada uno de nosotros una forma personal y se transforman en el signo de nuestra identidad. La vieja oposición entre el individuo y sociedad se resuelve entonces en este nuevo campo (el de la Psicología Social) en la que sólo existe el hombre en situación. Pero tal síntesis teórica se enfrenta en la acción con elementos aparentemente antagónicos, como pueden serlo la determinación mecánica por lo social, de un lado, y la libertad individual, del otro; es decir, la imitación y la creación.
Lo primero
engendra un peligro: la alienación; lo segundo desencadena un temor: el miedo a
la libertad.
La Psicología
Social se esfuerza por salvar en cada hombre ese conflicto que lo desgarra
interiormente, capacitándolo para integrar su individualidad, su
"mismidad" con ese mundo social a que pertenece y que lo habita.
La labor del
investigador social consiste en indagar las dificultades que cada sujeto tiene
en un grupo determinado, que puede ser su familia, la empresa donde trabaja, la
comunidad a la que pertenece. Esto da lugar a los distintos niveles de
investigación.
El campo de
acción del psicólogo social es el de los miedos; su tarea es esclarecer su
origen y el carácter irracional de los mismos, los que en última instancia
pueden ser reducidos a dos: el miedo a la pérdida y el miedo al ataque. Ambos
se alimentan en un clima socioeconómico cuyo común denominador es la
inseguridad básica, vinculada con la incertidumbre que rodea a los medios de
subsistencia y que constituyen el cortejo obligatorio de la moderna
organización industrial. En particular, esta inseguridad se refiere a la
limitada oportunidad de ocupación, a los escasos ingresos, al paro, a la
enfermedad, a la vejez. Esta ansiedad, cuando es vivida en forma grupal,
adquiere las características del temor a la muerte y a la desintegración
familiar. Lo que trata de lograr el psicólogo social a través de su tarea es el
reajuste de los mecanismos de seguridad, que se expresan como situación de
encontrarse a salvo, con defensas frente al azar. Habitualmente ese concepto se
refiere a las condiciones económicas. La seguridad social implica la certeza de
haberse liberado de los fantasmas de la miseria, la desocupación, la vejez y la
muerte.
Dentro de ese
clima de inseguridad que toma el psicólogo social como campo de su tarea, sufrirá
impactos provenientes en forma también de incertidumbre, ligadas a su historia
personal por un lado y, por el otro, a la desconfianza o actitud doble del
contratante que le adjudica una omnipotencia excesiva en la resolución de los
problemas y, simultáneamente, mantiene una desconfianza crónica frente a los
resultados que tratará siempre de interpretar como productos del azar. El
psicólogo social tendrá entonces que vencer fuertes resistencias provenientes
de sí mismo y de los otros, y podrá superar este cerco de ansiedades y
desconfianzas con una buena instrumentación.
Es decir, ser
psicólogo social es tener un oficio, que debe ser aprendido, ya que no se nace
con esa posibilidad. Sólo cuando puede resolver sus propias ansiedades y sus
perturbaciones en la comunicación con los demás puede lograr una correcta
interpretación de los conflictos ajenos. En la medida en que el sujeto dispone
de un buen instrumento de trabajo, resuelve inseguridad; recién entonces es un
operador social eficiente.