Extractado de la Revista Actualidad Psicológica (nº12
diciembre de 1975).
El artículo, en forma de entrevista, fue escrito por Pichon-Rivière en base a
un cuestionario previo
A.P.: Si usted fuera J. Lacan ¿qué autocrítica
se haría?
Dr. Pichon-Rivière: Si Pichon-Rivière fuera J.
Lacan su autocrítica se realizaría siempre desde la perspectiva de
Pichon-Rivière, ya que nuestra amistad no se fundó en identidades, sino en
coincidencias, en una modalidad de pensamiento que como dialogo incluye la
discrepancia.
Nos acercó una común pasión por el psicoanálisis, por su desarrollo. Nuestro
encuentro, verdadero “reencuentro” se dio en el congreso de psicoanalistas de
habla francesa (1951) en el que ambos éramos relatores. Encuentro que coincide
con un momento particularmente fecundo del psicoanálisis francés. No puedo
dejar de mencionar a otro gran amigo: Daniel Lagache, a Hesnard, a Nacht, a
Francoise Dalto.
El pensamiento psicoanalítico se abría a la influencia de las corrientes
filosóficas dominantes: la fenomenología, el existencialismo, el marxismo.
Los aportes de Sartre, Merleau Ponty, Lefevbre, Politzer, se incorporaban a
nuestros marcos referenciales, en mi caso, marcando un hito definitivo en la
construcción del ECRO.
Me unió a Lacan -entre otras cosas- una convicción militante en relación a las
inmensas posibilidades creativas del pensamiento freudiano. Y hablo de
militancia porque en ese momento la creatividad en el marco de las sociedades
psicoanalíticas significaba enfrentamientos, combate, quizá ruptura. De todo
esto supimos largamente Lacan y yo.
Nuestro encuentro fue un “coup de foudre”. Creo que Lacan me sintió “lacaniano,
así como yo lo sentí pichoniano”. No somos ni lo uno ni lo otro, pero Freud, el
surrealismo y la cultura francesa fueron las claves de una amistad inmediata,
que permanece inalterable en el tiempo. Así me lo mostraron nuestros sucesivos
encuentros, el último en Paris en 1969. No mantenemos correspondencia, pero
amigos y discípulos, entre ellos Nasio y Massotta, constituyen un nexo, una vía
de comunicación entre nosotros.
Ustedes me preguntan: si yo fuera Lacan, qué autocrítica me haría; como decía
más arriba, la autocrítica jamás sería tal sino la que surge desde mi propia
perspectiva. Sería entonces el cuestionamiento que desde un esquema conceptual,
referencial y operativo se puede plantear a otro modelo teórico y operacional.
No es esta la circunstancia para tal polémica, pero en principio apuntaría mi
crítica al idealismo lacaniano, a ese esencialismo que se desliza en su planteo
de la problemática del deseo. Planteo que encuentro impregnado de la concepción
hegeliana del sujeto, como primariamente, como esencialmente, deseante de
deseos. Concepción que incluye la dialéctica, y en ese sentido permite
comprender ciertos aspectos del desarrollo del sujeto, de su historicidad, de
su carácter relacional, pero que escamotea los fundamentos, las bases
materiales de esa historicidad. En consecuencia la historicidad misma queda
soslayada.
En tanto idealista, esencialista, lateraliza el, para mí fundante, interjuego
necesidad – satisfacción. Interjuego intrincado con el desarrollo de las
relaciones sociales, y que, en el aquí y ahora está determinado y reglado, en
última instancia, desde las relaciones sociales.
Ese sujeto deseante, sujeto del deseo, es, antes que nada, sujeto de la
necesidad y sólo por esto sujeto del deseo. Es a partir del concepto de
necesidad que se esclarece el carácter social e históricamente
determinado de la esencia del sujeto. Es este concepto el que permite
comprender la dialéctica sujeto – mundo. Abordar a ese sujeto en sus
condiciones concretas de existencia en su cotidianidad.
Como Escuela, nos ha interesado, particularmente en el último tiempo, trabajar
la temática de la necesidad, el rol de la contradicción necesidad –
satisfacción en la constitución y desarrollo del sujeto.
Ese trabajo, inserto en el contexto de la reflexión psicológica contemporánea,
reedita imprescindiblemente la polémica materialismo–idealismo, en tanto la
discusión remite al análisis de las concepciones del Hombre y la Historia desde
las que se elaboran los distintos modelos conceptuales.
Esta preocupación por las ideologías, que como concepciones del hombre y el
mundo subyacen -y en última instancia conforman- los modelos teóricos no es
especulativa, ya que son estas concepciones las que orientan, o más aún,
organizan los criterios de salud y enfermedad. A su vez estos criterios son los
que dan direccionalidad a la acción transformadora de la relación analítica,
acción en la que cobra sentido nuestra reflexión teórica, a la que a su vez
fundamenta.
La pregunta llevó al señalamiento de las discrepancias con Lacan. Querría
subrayar una coincidencia fundamental: la que hace al análisis de la situación
triangular básica y del vínculo como estructura de relaciones, sistema complejo
que incluye la presencia estructurante del tercero. Utilizo mi terminología, no
la de Lacan, pero insisto, este es un punto de encuentro en lo teórico.
En 1969, discutiendo un trabajo mío, Lacan me preguntaba: “Pour quoi Psychologie
Sociale, pourquoi pas psychanalisé?”. Creo que su pregunta sintetiza las
coincidencias y las discrepancias.
El definir a la psicología, en el sentido estricto como social, significa que
se enfatiza el problema del determinante en última instancia de los procesos
psíquicos, el papel que cabe a las relaciones sociales como condición de
posibilidad del orden humano, y por ende del psiquismo.
Lacan, al entender que mi planteo era psicoanálisis, marcaba la coincidencia
fundamental ya mencionada: la referente a la génesis del sujeto en el interior
de la estructura vincular. El que yo insistiera en caracterizarlo como
psicología social, remite a las diferencias que a mi entender existen entre la
concepción del sujeto relacional del psicoanálisis, el sujeto relacional de
Freud y Lacan, y la concepción del sujeto agente, productor, protagonista de la
Historia, a la vez que producido, configurado en sistemas vinculares y en
tramas más complejas de relaciones que plantea la Psicología Social que
postulamos.
A.P.: Pocos psicoanalistas de nuestro medio
tuvieron la oportunidad de conocer personalmente a Jackes Lacan, ¿cuál es su
impresión acerca de la personalidad de este autor, su estilo de vida y las
vivencias que Ud. recogió de su contacto con Lacan, ya que en la Argentina
básicamente se lo conoce a través de su obra?
Dr. Pichon-Rivière: Lacan es un tipo
simpatiquísimo, afectuoso, comunicativo, que sabe muy bien de qué habla y hasta
dónde puede llegar con su interlocutor. No todos tienen esa imagen de Lacan, y
creo comprender por qué sucede esto. Él es un hombre que despierta envidia,
rivalidad.
Sentí que mi diálogo con él era profundo. Pudimos, en nuestras charlas,
plantearnos las cosas básicas del psicoanálisis, los temas que hoy emergen.
Nuestro primer encuentro fue precedido por una situación particular que
permitió un acercamiento mayor.
El primer día de mi llegada a París salí en busca de una dirección en la que
sabía que un siglo atrás había vivido el tutor de Isidore Ducasse, Conde de
Lautreamont M. Davasse. La dirección era 5, rue de Lille. No encontré allí
rastros de Lautreamont ni de Davasse, pero el centro de mi interés por el conde
se centraba allí, en el 5, rue de Lille, en el que momentáneamente quedaban
varadas mis investigaciones.
Al día siguiente se inició el congreso de Psicoanálisis. En esa inauguración
tanto Lacan como yo leímos nuestros relatos. Lacan se acercó, charlamos y
me dice: lo espero esta noche a comer en casa, y agregó con cierto aire de
broma: “tengo una sorpresa para Ud.”. Cuando leo su tarjeta recibo una sorpresa
que no era la preparada por Lacan: su dirección, 5, rue de Lille. Lacan vivía
en la misma casa que yo visitara la mañana anterior siguiendo los pasos del
conde.
El clima de encuentros, de asociaciones, de sorprendentes coincidencias, el
clima mágico Lautremoniano, se instaló entre nosotros. Yo sentía es noche,
mientras caminaba hacia lo de Lacan que iba hacia Lautreamont. Me decía a mí
mismo: “ca marche”. Y así fue que la sorpresa programada por Lacan era la
presencia de Tristán Tzara, quien me acaparó esa noche. El tema no podía ser
otro que el Conde de Lautreamont, el punto de partida de la poesía moderna, el
más grande de los poetas, según el surrealismo. El ídolo de Breton.
He querido con este relato mostrar a J. Lacan. Un hombre sensible, sutil,
refinado, generoso. Él conocía mis investigaciones sobre Lautreamont, podía
compartir el doble interés que su obra despierta para la literatura y para el
psicoanálisis, porque en ella se encuentran lo siniestro con lo maravilloso.
Porque en esa obra, “diabólica y extraña, burlona y aullante, cruel y penosa,
en la que se oyen a un mismo tiempo los gemidos del dolor y los siniestros
cascabeles de la locura”, como dijera Darío, se hace presente con violencia
inédita, el inconsciente.
El, Lacan, sabía lo que significaba para mí conversar con Tzara, y aún antes de
conocerme personalmente, arregló ese encuentro en su casa de París, un típico
departamento parisién, con las paredes cubiertas con cuadros de Masson. El
surrealismo penetraba desde allí, los muebles antiguos, los libros en todas
partes, también apilados en el suelo, me dieron un reconfortante sentimiento de
familiaridad.