¡Ah qué suerte la de ustedes! Acompañar a los muertos al
cementerio y regresar a casa, tal vez con una gran tristeza en el alma y un
gran vacío en el corazón, si el muerto era un ser querido; y si no, con la
satisfacción de haber cumplido un deber desagradable y deseosos de disipar,
volviendo a los trastornos y a los trajines de la vida, la consternación y la
angustia que el pensamiento y el espectáculo de la muerte infunden. Todos, de
cualquier modo, con un sentimiento de alivio, porque, aún para los parientes
más íntimos el muerto -digamos la verdad- con esa gélida, inmóvil rigidez
impasiblemente opuesta a todos los cuidados que le brindamos, a todo el llanto
que derramamos a su alrededor, es una horrible molestia, de la que el mismo
dolor -aunque dé a entender e intente embargar otra vez desesperadamente-
anhela muy en el fondo liberarse.
Y ustedes se liberan, por lo menos de esa horrible molestia
material, al dejar a sus muertos en el cementerio. Será una pena, será un
fastidio; pero luego ven como se deshace el velatorio; cómo cae el féretro en
la fosa; y adiós. Todo ha terminado.
¿Les parece poca suerte?
A mí, todos los muertos que acompaño al cementerio vuelven a
buscarme. Atrás, atrás. Dentro de la casa fingen estar muertos. O quizás están
realmente muertos para ellos. Pero no para mí, ¡les ruego que me crean! Cuando
para ustedes todo ha terminado, para mí no ha terminado nada. Se vienen todos a
mi casa. Tengo la casa llena. ¿Ustedes creen en los muertos? Pero, ¡Qué
muertos! Están todos vivos. Vivos como yo, como ustedes, más que antes.
Solo que -eso sí- están desilusionados.
Porque, reflexionen bien: ¿qué puede haber muerto de ellos?.
Esa realidad que ellos le dieron, y no siempre del mismo modo, a sí mismos, a
la vida. Oh, una realidad muy relativa, les ruego que lo crean. No era la de
ustedes; no era la mía. Yo y ustedes, en efecto, vemos, sentimos y pensamos,
cada cual a su modo, a nosotros mismos y a la vida. Lo que quiere decir que a
nosotros mismos y a la vida le damos, cada cual a su modo, una realidad: la
proyectamos afuera y creemos que, así como es nuestra, debe ser de todos: y
alegremente vivimos en medio de ella, y caminamos seguros, bastón en mano,
cigarro en boca.
Ah, señores míos, ¡no confíen demasiado! ¡Basta apenas un
soplo para llevarse a nuestra susodicha realidad! ¿Pero no ven que les cambia
continuamente?. Cambia, en cuanto empiezan a ver, a sentir, a pensar un
poquitín diferente que poco antes; de modo que todo lo que poco antes era para
ustedes la realidad, ahora comprenden que, en cambio, era una ilusión. Pero
incluso, ay de mí, ¿hay acaso otra realidad fuera de esta ilusión? ¿y qué es la
muerte sino la desilusión total?. Pero, hete aquí que si los muertos son un
montón de pobres desilusionados por la ilusión que se hicieron de sí mismos y
de la vida; por la ilusión que yo me hago todavía pueden tener el consuelo de
vivir siempre mientras yo viva. ¡Y se aprovechan!. Les aseguro que se
aprovechan.
Miren. Hace más de veinte años conocí en Bonn, sobre el Rin,
a un cierto señor Herbst quiere decir otoño; pero el señor Herbst era
también durante el invierno, la primavera y el verano, sombrerero y tenía su
tienda en una esquina de la plaza del mercado, junto a la Beethoven-Halle.
Por la noche veo ese rincón de la plaza como si todavía
estuviera allí, respiro los olores mixtos que exhalaban los negocios
iluminados, olores grasos; y veo las luces encendidas delante de la vidriera
del señor Herbst, que está en el umbral de su negocio con las piernas abiertas
y las manos en los bolsillos. Me vé pasar, inclina la cabeza y me augura, con
la especial cantinela del dialecto renano:
-¡Gute Nacht, Herr Doktor!
Han pasado más de veinte años. Por lo menos el señor Herbst
tenía entonces cincuenta y ocho años. Y bien, tal vez esté muerto ahora. Pero
habrá muerto para sí, no para mí, les ruego que me crean. Y es inútil,
realmente inútil que me digan que estuvieron hace poco en Bonn sobre el Rin y
que en la esquina de la Marktplatz junto a la
Beethoven-Halle no encontraron trazas ni del señor Herbst ni
de su tienda de sombreros. ¿Qué encontraron en cambio? Otra realidad ¿Verdad?
¿Y creen que esa realidad es más verdadera que la que dejé hace veinte años?
Vuelva a pasar, querido señor, de aquí a veinte años y verá qué quedará de lo
que usted mismo dejó.
¿Qué realidad? pero, ¿Creen quizá que la mía de hace veinte
años, con el señor Herbst sobre el umbral de su tienda, las piernas abiertas y
las manos en los bolsillos, es la misma que tenía de sí y de su tienda y de la
plaza del mercado él, el señor Herbst?
¡Pero quien sabe como se veía a sí mismo, a su tienda y a
esa plaza el señor Herbst!
No, no, queridos señores: aquella era una realidad mía,
unicamente mía, que no puede cambiar ni morir mientras yo viva y que podrá
también vivir eternamente, si yo tengo la capacidad de eternizarla en alguna
página o, por lo menos, durante otros cien millones de años, según los cálculos
que acaban de hacer en América sobre la duración de la tierra.
Ahora, si el señor Herbst ha muerto es algo para mí tan
lejano como los tantos muertos que voy a acompañar al cementerio y que se van
también, por su cuenta, mucho más lejos, quién sabe adónde. Su realidad se ha
desvanecido; ¿Pero cuál? la que ellos se daban a sí mismos. ¿Y qué podía saber
yo de su realidad? ¿Qué saben ustedes? Yo sé la que les daba por mi cuenta.
Ilusión, tanto la mía como la de ellos.
Pero si ellos, pobres muertos, se desilusionaron por
completo de sí mismos, mi ilusión todavía vive y es tan fuerte que yo, repito,
luego de haberlos acompañados al cementerio, los veo regresar, a todos, tal
como eran: despacito, fuera del ataúd, junto a mí.
- Pero, ¿Por qué -ustedes dirán- no regresan a sus casas en
vez de ir a la mía?
¡Qué bien! porque no tienen una realidad para sí que les
permitan ir adonde se les dá la gana. La realidad ya no es para ellos. Y como
ahora la tienen por mí, forzosamente tienen que venir a mi casa.
Pobres pensionistas de la memoria, su desilusión me aflije
indeciblemente.
Al principio, es decir, apenas terminada la última
representación (quiero decir, luego del cortejo fúnebre), cuando salen del
féretro para regresar conmigo a pie del cementerio, tienen cierta gallarda
vivacidad desdeñosa, como de quien se ha sacudido con poco honor, es cierto, y
a costa de perderlo todo, un gran peso de encima. De todos modos, aunque
quedaron en las peores condiciones, quieren respirar. ¡Ah sí!, por lo menos un
buen respiro de alivio. Tantas horas allí, inmóviles, empaladados sobre una
cama, haciéndose los muertos... Quieren desentumecerse: giran y vuelven a girar
el cuellos, levantan ya un hombro, ya el otro, estiran, tuercen, sacuden los
brazos; quieren mover las piernas expeditamente y también me dejan algunos
pasos atrás. Pero tampoco pueden alejarse mucho. Saben perfectamente que están
ligados a mí, que ahora sólo en mí tendrán su realidad, o ilusión de vida, que
es realmente lo mismo.
Otros -parientes, algún amigo- lloran, los lamentan,
recuerdan este o aquel pasaje, sufren por su pérdida; pero ese llanto, ese
lamento, ese recuerdo, ese sufrimiento son para una realidad que fue, que ellos
creen desvanecida con el muerto, porque nunca reflexionaron sobre el valor de
esa realidad.
Todo es para ellos estar o no estar en un cuerpo.
Para consolarse les bastaría creer que este cuerpo ya no
está, no porque esté bajo tierra, sino porque ha partido de viaje y quién sabe
cuándo regresará.
Vamos, dejen todo como estaba: la habitación lista para su
retorno, el lecho preparado, con el cubrecama un poco abierto y el camisón
extendido, la candela y la caja de cerillas sobre la cómoda, las pantuflas
delante del sillón, al pie de la cama.
-Partió. Regresará.
Bastaría con esto. Los consolaría. ¿Por qué? Porque ustedes
dan una realidad en sí a ese cuerpo, que en cambio, en sí no tiene ninguna. Tan
así es que -muerto- se disgrega, se desvanece.
- Ah, claro -exclaman ustedes ahora-. ¡muerto! Tú dices que,
muerto, se disgrega; ¿pero cuando estaba vivo? ¡Tenía una realidad!
Queridos míos, ¿volvemos a empezar? Pero sí, esa realidad
que él se daba y que ustedes le daban. ¿Y no probamos que era una ilusión? La
realidad que él se daba ustedes no la conocen, no pueden conocerla porque
estaba fuera de ustedes; ustedes saben la que ustedes le daban. ¿Y no podemos
dársela todavía sin ver el cuerpo? ¡Pero sí!, tan cierto es que se consolarían
de inmediato si pudieran creer que ha partido de viaje. ¿Dicen que no? ¿Y no
siguieron dándosela tantas veces, sabiendo que realmente había salido de viaje?
¿y no es tal vez la misma que yo desde lejos le doy al señor Herbst, que no sé
si está vivo o muerto?
¡Vamos, vamos!, ¿saben por qué lloran, en cambio? Por otra
razón lloran, queridos míos, que no suponen ni remotamente. Ustedes lloranporque
el muerto, él, ya no puede darles a ustedes una realidad. Les dan miedo sus
ojos cerrados, que ya no los pueden ver; esas manos gélidas que ya no los
pueden tocar. No pueden darse paz por su absoluta insensibilidad. Precisamente
porque él, el muerto, nos los siente mas. Lo que significa que con él cayó,
para la ilusión de ustedes, un sostén, un alivio: la reciprocidad de la
ilusión.
Cuando él salía de viaje, ustedes, su mujer, decían:
-Si él desde lejos me piensa, yo estoy viva para él.
Y esto los sostenía y los confortaba. Ahora que ha muerto ya
no dicen:
-¡Yo ya no estoy viva para él!
Dicen en cambio:
-El ya no está vivo para mí.
¡Pero claro que él está vivo para ustedes! Vivo en la medida
en que puede estar vivo, es decir, por esa parte de realidad que le dieron. La
verdad es que ustedes siempre le dieron una realidad muy lábil, una realidad
toda hecha por ustedes, por la ilusión de sus vidas y nada o muy poco por la de
él.
Por eso los muertos vienen conmigo ahora. Y conmigo -pobres
pensionistas de la memoria- amargamente razonan sobre las vanas ilusiones de la
vida, de las que se han desilusionado por completo, de las que yo todavía no
puedo desilusionarme del todo, aunque como ellos las reconozca vanas.
Un buceador de los
abismos de la psique
Revolucionó las tablas
con su metateatro, produjo un par de novelas sobre la quiebra de la identidad y
escribió incontables cuentos de antihéroes que, sofocados por las convenciones,
terminan arrancándose la máscara.
Luigi
Pirandello nació el 28 de junio de 1867 en Villaseta de Càvusu, actualmente
Xaos y hoy perteneciente a la localidad de Agregento, Sicilia. Él mismo diría
en su semblanza: “Yo soy un hijo de Caos y no sólo alegóricamente”.
En 1934 tuvo un gran momento de gloria: la
Academia sueca le concedió el Nobel. Sintomáticamente, ningún jerarca del
gobierno italiano acudió a recibirle a su vuelta de Estocolmo. A la par que
aumentaba su celebridad internacional, crecía su desarraigo interno. Y en
aquellas fechas confesó: “De ahora en adelante vivo en el vasto mundo: el hotel
es mi hogar y todas mis posesiones mundanas se agotan en una máquina de
escribir”.
Pirandello murió en
diciembre de 1936, en su casa romana, tecleando su última producción teatral,
Los gigantes de la montaña. Como voluntad, dejó escrito: “Que mi muerte pase en
silencio. Que no me amortajen. Y nada de flores sobre el lecho mortuorio.
Carroza fúnebre de ínfima clase: la de los pobres”.
Sus cenizas están hoy
en una roca de Caos, el lugar siciliano que le vio nacer. Y, a su alrededor, el
decorado no puede ser mejor: la tierra de Empédocles, el mar de Homero.